viernes, diciembre 30, 2005

El Caminante




La temperatura descendió en aquel lugar. El gélido viento levantaba las hojas marchitas del suelo en esa tarde de otoño. Mientras todo empezaba a morir su nacimiento comenzaba. Las ramas danzaban provocando sombras en aquel lúgubre paraje. Los animales corrían buscando el refugio de sus madrigueras, temerosos de lo que estaba por llegar.

Ningún camino cruzaba aquel páramo y la carretera más cercana se encontraba a varios kilómetros de la linde del bosque. Las siluetas de los edificios de la ciudad se dibujaban en el horizonte, bañadas en la roja luz del atardecer.

La luna ya se distinguía en el cielo anunciando la llegada de la noche. El sol descendió a gran velocidad creando espectros en el bosque. Cuando el día llego a su fin, la luz de la luna baño el lugar con un blanquecino albor.

El negro lago, inalterable, no reflejaba su silueta. Las aguas temblaron y se rompieron cuando una pálida figura ascendió en el centro de este. Su largo cabello le caía hasta los hombros tapando su semblante. En un sensual movimiento descubrió su rostro moviendo su negra melena.

Su cara presentaba unas delicadas facciones y uno labios carmesí que incitaban a ser besados. Sus ojos eran de un color azul oscuro que te robaban el corazón con solo mirarlos. Su cuerpo era delgado pero musculoso.

Comenzó a caminar a la orilla con gráciles movimientos sobre la superficie del lago. Cuando llegó a ésta alzó la vista y observó la gran ciudad. Estaba llena de reses, el olor de su sangre llegaba asta allí. Sonrió, mostrando una perfecta dentadura en la que destacaban unos grandes colmillos, sonrió como hacia siglos que no hacia. El mundo le mostraba muchos caminos.

¿A dónde iría el recién nacido en estos momentos?
La sed le volvía loco, esa sed que llevaba tanto tiempo sin ser saciada.

Y allí, en lo más alto de la Place Grève se erguía el vampiro. Vestía una larga gabardina oscura que ondeaba con la suave brisa que soplaba en la ciudad. Sus manos, esas manos que podían fragmentar la cabeza de cualquier mortal como si de una nuez se tratara, estaban ahora aferrándose a un pináculo de la catedral como buscando otra oportunidad, pero ya no había marcha atrás. Sus ojos, esos ojos que habían contemplado el cenit y el ocaso de tantas civilizaciones, esos ojos que años atrás ardían de pasión con cada víctima que consumían, ahora se posaban sobre el horizonte con la indiferencia de las gárgolas. Su piel, que aparentando la fragilidad de las más fina porcelana podía soportar el más duro de los golpes; su piel, que ardería irremediablemente con el albor de la mañana.

No recordó los momentos de su centenaria vida porque ya lo había hecho demasiadas veces, nadie lo echaría de menos, igual que él no buscaría el recuerdo de nadie. Hacía muchas décadas que las palabras amor, odio, misericordia o redención habían perdido todo sentido para él.

Había buscado la salvación en Dios, en el Diablo, y en tantos otros con tan variados nombres que la vida o la muerte ya no le merecían la menor consideración. Desde el momento en que sus colmillos se hincaron en la frágil garganta de su primera víctima, supo que estaba condenado, ¿a la vida?, ¿a la muerte?, ¿a algo peor? Eso ahora ya no importaba, aquella misma noche había decidido acabar con su existencia (si acaso se la podía llamar así), sin preocuparse por dónde irá o dónde dejará de ir...

jueves, diciembre 08, 2005

CARTA MORTAL (Fredric Brown)



No acostumbro publicar historias ajenas en mi blog, pero esta merece un espacio acápues la ironía me encantó...espero la disfruten

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CARTA MORTAL


Laverty pasó por una de las ventanas abiertas y cruzó silenciosamente la alfombra, hasta que se situó detrás del hombre de cabellos grises que trabajaba en el escritorio.

- Hola, diputado - saludó.

El diputado Quinn volvió la cabeza y se puso en pie, tembloroso, al ver el revólver con el que le apuntaba Laverty.

- Laverty - recriminó -, no seas necio.

- Te dije que lo haría algún día. He esperado cuatro años, pero ya ha llegado la hora.

- No quedará impune, Laverty. He dejado una carta que deberá ser entregada si yo muero.

- Mientes Quinn - rió Laverty -. No podrías escribir una carta responsabilizándome de nada sin explicar mis motivos. No te gustaría que me juzgaran y me condenaran, porque saldría a relucir la verdad. Y eso ennegrecería tu memoria.

Laverty apretó seis veces el gatillo.

Volvió a su automóvil, lo condujo hasta un puente para librarse del arma asesina; después se dirigió a su apartamento y se acostó.

Durmió tranquilamente hasta que sonó el timbre de la puerta. Se puso una bata, fue a la puerta y abrió.

Su corazón se detuvo, y allí mismo se desplomó.

El hombre que llamó a la puerta de Laverty, sorprendido, se conmovió, pero hizo lo debido. Pasó sobre el cuerpo de Laverty y utilizó el teléfono del apartamento para llamar a la policía. Luego, esperó.

- ¿Su nombre? - preguntó el teniente.

- Babcock. Henry Babcock. Había traído una carta para el señor Laverty. Esta carta.
El teniente la cogió, vaciló un instante y la abrió desdoblando el pliego.

- Pero si es sólo una hoja de papel en blanco.

- No sé nada, teniente. Mi superior, el diputado Quinn, me dio esa carta hace mucho tiempo. Mis órdenes eran entregársela inmediatamente al señor Laverty cuando le ocurriera algo extraño al diputado. Así que, después de oír la noticia por la radio...

- Sí, ya lo sé. Fue asesinado esta noche, ¿Qué clase de trabajo desempeñaba usted para él?

- Bueno, era un secreto, pero no creo que eso importe ahora. Acostumbraba a tomar su lugar en las reuniones y discursos sin importancia que él deseaba evitar. Como usted ve, teniente, soy su doble.