Esa tarde recibí un correo, inesperado y con un mensaje inspirador. Tanto así que aquí estoy escribiendo mientras pienso en la
facilidad que tengo (y lo sé) en despertar algún pensamiento, ira, asco, rabia,
repulsión, alegría, robar una risa, hasta excitación si la creatividad lo
permite.
Alguien más me hizo pensar que ese cabello blanco que
apareció hace que las palabras cambien, aunque siga viendo las mismas cosas.
Quizá el problema está en que esas palabras me suenan a otro idioma que no
consigo entender.
A los dos, les digo gracias, han despertado algo que me
llevó a publicar esto.
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Leyendo el
periódico me he dado cuenta de que el asesino en serie disfruta. No es tonto y
lo que hace le produce satisfacción. Lo digo de esta manera porque sé que nací
con algo, que fue alimentado poco a poco. Ya les conté sobre mi niñez y mi
adolescencia, no es necesario que haga hincapié es como estuvo mi parte cuasi
adulta (de verdad que no sé a qué edad me hice “adulto"), lo importante es
narrar el motivo que me llevó a contarlo todo, asunto pendiente, cambio de
vida, cansancio, inspiración, legado. Todavía no me decido por una de ellas,
luego me ocuparé de eso.
¿Tengo una excusa para lo que hago? Si,
satisfacción. ¿Acaso necesitas algún
motivo para explicar tu gusto por algún tipo de comida o estilo de música?
No estoy loco, sé perfectamente que lo que hago va en contra de lo “moralmente
normal” ¿Pero no hacen lo mismo los gobiernos? Amparados en leyes inventadas,
pero con el mismo fin, la diferencia está en que yo no me apoyo en nada. Lo
hago y listo.
Creo que la mejor
respuesta a las preguntas anteriores es necesidad. Sí, ganas de hablarlo, como
si fuese una terapia. Está claro que esto tendrá un desenlace nefasto, pero no
es algo que me asuste, es la consecuencia asumida una vez que comencé a contar
esto.
Recuerdo una vez que
me creí enamorado… Tenía 30 años cuando la conocí, ella tenía 32, era
extranjera… latina. Su color de piel me recordaba al caramelo. Ella estaba recién
llegada a la ciudad, fresca. Puso un anuncio inocente en una página web de la
ciudad, quería conocer gente y charlar un rato, lo típico de una turista. Pero
nadie respondió, así que decidí
escribirle. Pasaron los días y no devolvió el mensaje, supuse que ya tenía
muchos amigos, así que lo olvidé.
Una tarde vi su respuesta, me dejó su núm. de telf.
con una simpática nota. Decidí llamarla
y quedamos en que pasaría a buscarla ese mismo día a las 7 de la noche. Llevaba
un jean ajustado, un sweater color rosa, una gorra negra, sus zapatos eran
deportivos. Me sonrió y me sentí diferente (no sabría cómo explicarlo). En su
sonrisa había calidez. Subimos al coche y le comenté a donde pensaba llevarla.
Me habló de su país, y siempre que volteaba a verla, sonreía. La invité a
comer y cenamos frente a la playa. La volví a mirar y ya no pude resistirme… la
besé.
Sus labios eran cálidos, suaves y adictivos. Cada
vez que intentaba dejar de besarla, algo me impulsaba a seguir. Fuimos a otros
sitios, otras personas, otros besos y mi cuerpo empezaba a pedirme más. Ella correspondía
a mis besos y cada vez mejor. “Me gusta y no sé por qué… su ingenuidad me
atrapa, su sonrisa me conquista y sus besos me excitan”. Decidí llevarla a un
lugar especial, necesitaba saber si era para mí o simplemente era un espejismo.
Era un hermoso mirador en lo alto de la colina. Era de noche y a pesar de estar
asustada confió en mí. Con su respiración forzada exclamó satisfacción
al llegar a la cúspide, esperé hasta que pudo hablar con normalidad y la besé de
nuevo.
Mis manos recorrieron su espalda, estaba caliente a
pesar de la baja temperatura que hay en abril. Tenía ganas de hacerla mía
ahí mismo, así que acerqué mi entrepierna a la suya y sentí como mi deseo
aumentaba, mis dedos jugaban dentro en su camiseta para tocar su pecho y fue
cuando ella me dijo “detente”. No quise prestar atención, estaba demasiado
embriagado y la erección no me ponía las cosas sencillas. En un momento de
fuerza ella apartó mis manos y dijo tajantemente “no quiero”. He de confesar
que no me gustó, pero no me enfadé. Ella pidió irnos y así lo hicimos, tenía
pensado llevarla a casa, para que estuviésemos más relajados.
Bajando la colina tropecé y me caí… a ella le pareció
gracioso. No paraba de reír, parecía una ebria, una histérica, balbuceaba
disculpas pero era incapaz de parar. Mi erección desapareció y el placer de
besarla se transformó en algo que hacia ebullir mi sangre. Caminé hacia ella y
le di un golpe en el rostro, con toda mi fuerza. Cayó en el piso y tardó un
poco en reaccionar. Empecé a reírme al ver que parecía un animal que no puede
levantarse tras su llegada al mundo. Comenzó a gemir y a llorar, tirada en el
suelo preguntó “¿por qué?”, ahora quien no paraba de reír era yo. Le quité ese ridículo
gorro y la sujeté del cabello. Sin dejar de carcajear le di bofetadas y aunque interponía
sus manos poco le valieron. La solté y me alejé para tomar aire. Ella lloraba e
intentaba ponerse de pie. Cuando por fin pudo hacerlo la volví a tomar del
cabello y le di un fuerte golpe en el estómago. Ahora estaba lleno de ira y lo único
que quería era deshacerme de ella. La hice caminar unos metros y la lleve
contra las piedras, el golpe se escuchó con mucha fuerza y supe que se había
lastimado. Sentí un fuerte impulso por patearla, así que lo hice. Ya no habían
palabras en su boca, solo quejidos.
“Habrías sido mi reina si no te hubieses
burlado de mí. Jamás volveré a confiar en una sonrisa. Tú y solo tú eres la
culpable de lo que hoy estoy haciendo”... Dejé de hablar y de patearla, ya
estaba cansado y ella ya no emitía sonido alguno. Cerca de donde estábamos había
un acantilado desde donde se veían unas rocas inmensas que le hacían fuerte al
enfurecido mar. Me dio rabia arrastrar su cuerpo todavía caliente hasta aquel
sitio. Amé y odié sus besos, su sonrisa y su cálida voz.
Jamás me había enamorado hasta ese día. Su sweater
rosado se quedó enganchado en las rocas… me aleje con normalidad y fui hasta mi
coche. “Adiós mi amor” fue lo único que dije.