martes, enero 31, 2006

El Conjuro


Es increíble lo que sale de un sueño....

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«Siete negros conjuros hay: tres para los encantamientos o ensalmos ordinarios, y el mismo número para la impía aniquilación de todo enemigo. Pero del séptimo prevengo al curioso en todas estas consideraciones: no se recitará el séptimo conjuro a menos que se desee la aparición del más espantoso de los Demonios.

Aunque dicen que ese Demonio no aparece a menos que las palabras sean recitadas junto al Altar Sangriento de los Antiguos, no está de más precaverse. Pues sabido es que el mago sarraceno Mal Lazal recitó por capricho las palabras calamitosas y vino el Demonio y, no encontrando una ofrenda sangrienta, descargó su ira sobre el brujo y lo destrozó atrozmente. La sangre viva de un niño o de una doncella casta es la mejor, pero dicen que basta con una bestia: un buen buey o una oveja. Pero cuidaos de que la bestia no esté muerta cuando derraméis la sangre, pues entonces la furia del Demonio será terrible. Si la ofrenda es buena, el Demonio concederá un Poder Impío, de modo que el esclavo se hará rico y destacará sobre todos sus vecinos.»

Por tercera vez, y con creciente emoción, Damián leyó las desvaídas palabras. Estaban contenidas en un libro manuscrito, desvencijado, curioso y probablemente único, que había descubierto por pura casualidad unos días antes mientras curioseaba entre los polvorientos cajones de embalaje que guardaban la biblioteca de su difunto tío. El titulo del libro era simplemente Magia verdadera y el autor usaba la firma «Anubius». Era muy posible que el nombre fuese un seudónimo; desde luego, a juzgar por el contenido, el temerario autor debió tener razones para mantener secreta su identidad verdadera.

El libro era una auténtica enciclopedia de ciencia demoníaca. En todo lo que decía se manifestaba una erudición genuina que abarcaba una enorme variedad de temas esotéricos y prohibidos. Había discusiones detalladas sobre encantamientos y posesiones; párrafos sobre el vampirismo y las leyendas necrófagas; páginas
dedicadas a la demonología, al culto de las brujas, a los ídolos subterráneos; notas sobre los ritos del holocausto, deshonras innombrables y terroríficos sacrificios de luna llena a los poderes de la prístina oscuridad.

Evidentemente, el escritor había sido un nigromante notable. El estilo era en general arbitrario y confiado, con muestras de egoísmo y no poca arrogancia. No había la más mínima nota de humor. Anubius –o quien fuese el que escondía su verdadera identidad bajo ese nombre-- escribió con absoluta seriedad. De eso no cabía duda.

Para Damián, el personaje menos querido del pueblo, el amargo y misantrópico hijo de un padre infame y una madre que murió loca, el libro era como un tesoro inesperado, un almacén secreto de conocimientos y poder que le permitirían competir con sus más afortunados vecinos. Siempre había sido un marginado, no encajaba en la comunidad, era el blanco de críticas y maliciosos cotilleos. Siempre se había sentido más o menos aliado a las leyes y a los agentes de lo no humano. Su tío, el único pariente del que tenía algún recuerdo, había sido un viejo agrio, de corazón negro y obsesivo, que lo toleraba sólo porque le hacía los trabajos de la casa. Nunca dudó de que su tío lo habría repudiado sin contemplaciones de no haberle sido útil como sirviente. Los lazos de sangre no significaban nada para el viejo. De hecho, de no haber sido por su repentina y algo misteriosa muerte, el canalla probablemente se las hubiese arreglado para que el sobrino sólo heredase negras memorias. Pero como no se había hallado ningún testamento, Damián había tomado posesión de la laberíntica granja de su tío y los escasos enseres que contenía.


Pero mientras examinaba con ansia la caligrafía curiosa y desvaída del nigromante Anubius, el chico comenzó a creer que el manuscrito era con mucho el artículo más valioso que le había dejado, involuntariamente, su maligno pariente. Además, una serie de cuestiones que en el pasado le habían intrigado se volvieron menos desconcertantes. A menudo había deseado saber qué había detrás del extraño comportamiento de su tío: las largas ausencias, especialmente de noche, los murmullos que provenían con frecuencia de su habitación, la inexplicable fuente de sus ingresos.

Con una creciente sensación de incertidumbre y expectación, abrió la página en la que estaba apuntado el séptimo conjuro. Estaba escrito en una extraña tinta azul-grisácea que parecía ligeramente fosforescente. No se atrevió a leer las palabras; sólo las miró por encima, determinando que eran lo que parecía meramente una mezcolanza de sonidos vocales sin sentido, entre los que a menudo aparecía el nombre «Nyogtha». Sonriendo maliciosamente para sí, volvió las páginas y releyó el párrafo que servía de introducción y explicación de los conjuros.

¡Bien sabía en qué pensaba Anubius cuando se refería al «Altar Sangriento de los Antiguos»! Él, Damián, había visto un altar así. Aunque eso había sido muchos años antes, cuando el pantano no era tan intransitable como ahora, no dudaba que podría localizar el crómlech de los abominables sacrificios. ¡Con qué nitidez recordaba cómo había seguido penosamente el desdibujado sendero alzado que serpeaba por el pantano!

De repente un montículo, inesperado, oscuro incluso a la luz del sol de mediodía; el círculo de enormes monolitos; el túmulo en el centro, coronado por una losa grande y gruesa, manchada de un rojo herrumbroso, ¡una indecible mancha infernal que ni siquiera siglos de lluvia y viento habían podido borrar! Nunca había hablado de su descubrimiento con nadie. El pantano era un lugar prohibido, supuestamente por rumores de arenas movedizas y serpientes venenosas. Pero en más de una ocasión había visto a los viejos del pueblo santiguarse cuando se mencionaba esa zona. Y decían que hasta los perros de caza abandonaban la persecución de los animales que se escapaban en sus espesuras.

Anticipándose al poder que finalmente sería suyo, Damián comenzó a hacer planes. No cometería el error del mago sarraceno, Mal Lazal. Aunque no se atrevía a tomar las medidas necesarias para conseguir un sacrificio humano, «un niño o una doncella casta», sería bastante fácil obtener una oveja. De noche podría robarla de uno de los varios rebaños del pueblo. Conocía todos los bosques y caminos, y se pondría a salvo con su presa mucho antes de que la pérdida fuese descubierta.

La noche antes de la luna llena, entró en un campo cercano en el que pastaban ovejas y llevo a una bien gorda; la empujó y la arrastró por encima de un muro de piedra y luego la llevó a casa por caminos en desuso, siguiendo un itinerario indirecto.
Al día siguiente hizo una visita furtiva a los alrededores del pantano prohibido, y exploró la maloliente maleza hasta que dio con el principio del borroso sendero por el que había pasado años antes.

Aunque estaba parcialmente obstruido por apretados enredaderas y por hierbas de pantano, había señales de que los ciervos lo utilizaban de vez en cuando. Probablemente haría falta paciencia para abrirse camino. Tomó buena nota de donde estaba, volvió a casa y completó los preparativos para la noche. Poco antes de las once entró sigilosamente en el cobertizo en el que había atado a la oveja y la sacó a la luz de la luna.

El campo estaba bañado de una luz argentina y embrujadora. No tuvo problemas para llegar al pantano y tras buscar un poco encontró el estrecho sendero. Pero cuando quiso meterse en la maleza, que le llegaba por el hombro, sintió un tirón en la cuerda que sujetaba a la oveja. De repente el animal se resistía con ojos locos de miedo. Maldijo a la bestia, se volvió y le propinó unas patadas. Inexorable en su decisión, apretó la cuerda hasta que arrancó la lana y la piel de la oveja. Avanzó con gran dificultad. Tuvo que arrastrar y empujar a la oveja numerosas veces. Y según penetraban hacia el corazón del pantano, la altura y el espesor crecientes de la exuberante maleza hacían más difícil el paso.

La luz de la luna se filtraba misteriosamente entre los árboles y, en las sombras circundantes, las traicioneras charcas tenían un brillo negro y plateado. En ocasiones, ocultos observadores lo miraban desde las profundidades y, bastante a menudo, sapos enormes saltaban al sendero y le contemplaban con sus ambarinos ojos. Parecían no tener miedo alguno, casi como si se consideraran propietarios del pantano y le juzgasen incapaz de causarles daño.

Damián empezó a imaginar que tenían una cualidad vagamente maligna. Nunca los había visto tan grandes, ni tan numerosos. Pero eso era probablemente porque nadie los molestaba en el pantano y así se criaban y se desarrollaban sin los obstáculos artificiales que inevitablemente prevalecerán en una zona menos apartada. A medida que avanzaba hacia el corazón del pantano, el silencio se volvía más intenso y opresivo. Los sonidos normales de la noche cesaron del todo y solamente sus jadeos rompían el silencio. La oveja se obstinaba más que nunca; necesitó todas sus fuerzas para arrastrarla. Parecía adivinar el destino que la esperaba.

De repente, casi suelta un grito de asombro, la maleza acabó y se encontró al pie del impío montículo. Era justo como lo recordaba: enormes menhires formando un tosco círculo alrededor de un túmulo central sobre el cual había una losa grande y gruesa de un color oscuro que no era el de los monolitos circundantes. Parecía caer una sombra sobre el conjunto, pero cuando alzó la mirada vio que la luna llena estaba directamente encima.

Sacudiéndose la sensación de terror que le envolvía, comenzó a subir la cuesta cubierta de liquen. Pero ahora la oveja hincó las patas delanteras y tuvo que arrastrarla centímetro a centímetro hacia el círculo de mégalitos. Sin embargo, aceptó el esfuerzo con alivio, pues le distraía del temor sin nombre que le producía el crómlech.

Estaba casi exhausto cuando acabó de arrastrar a la oveja hasta el círculo de rocas, pero no se atrevía a descansar, pues sabía que la demora significaría su perdición. Ya sentía un deseo loco de dejar la oveja y volver corriendo por el pantano plagado de sapos al familiar mundo exterior. Rápidamente quitó la cuerda del cuello de la oveja, le ató las patas y con un tremendo esfuerzo la levantó hasta la losa de sacrificio cubierta de óxido.

Repeliendo un impulso de escapar casi incontrolable, desenvainó el cuchillo de caza que había traído y sacó del bolsillo el curioso libro manuscrito, Magia verdadera por Anubius. No tuvo problemas para encontrar el extrañamente siniestro séptimo conjuro, pues, a la luz de la brillante luna, la inusual tinta azul-grisácea en la que estaban escritas las letras parecía verdaderamente luminosa. Con el libro en una mano y el cuchillo preparado en la otra, comenzó a repetir la mezcolanza de sonidos ininteligibles.

Al leer las silabas, éstas parecían ejercer un influjo sobrenatural, de modo que su voz se alzó en un aullido salvaje, un alarido agudo, inhumano, que penetró en las partes más profundas del pantano. A intervalos, su voz produjo sordos sonidos guturales o silbidos de serpiente. Y entonces, al pronunciar por última vez la muy repetida palabra «Nyogtha», llegó a sus oídos, como desde una distancia inmensa, un sonido corno el avance de un viento potente, aunque no se movió ni una hoja de los árboles cercanos.

De repente el libro se volvió oscuro en su mano y vio que había caído una sombra sobre la página. Alzó los ojos y la locura aturdió su cerebro. Encaramada en el borde de la losa había una forma que vivía en la pesadilla, una cosa escamosa, con garras, como una gárgola monstruosa o un sapo deforme, que le miraba con penetrantes ojos rojos. Damián quedó helado de terror; una furia repentina llameó en los ojos de la cosa. Extendió el cuello y emitió un silbido de ira por su pico moteado.

Damián entró en acción. Sabía lo que quería esa cosa: sangre viva. Alzó el cuchillo, avanzó, y estaba a punto de clavarlo en la oveja cuando lo sobrecogió un nuevo terror. La oveja ya estaba muerta. La presencia atroz que se agazapaba a su lado ya la había reclamado. Había muerto de miedo. Sus ojos estaban vidriosos y no había ninguna señal de que respirase todavía.

Recordando la advertencia de Anubius, «cuidaos de que la bestia no esté muerta», Damián se quedó quieto como una estatua de piedra, con el cuchillo aún alzado en la mano. Entonces lo dejó caer y corrió. Lanzándose entre dos menhires, bajó el montículo corriendo hacia el sendero del pantano. Levantando el cuello escamoso, la presencia sobre la losa le siguió con la mirada y finalmente, silbando con furia, saltó de la piedra y se lanzó a la
caza.

Sonó un alarido terrible y poco después la cosa volvió a subir a la losa, sujetando en su pico sangriento una forma que colgaba sin vida, un sacrificio digno.

domingo, enero 15, 2006

Amándola




Mi boca roza los labios que jamás quisieron unirse a los míos por desprecio. Con las manos toco los pechos que siempre quise acariciar con sutileza. Desnudo el cuerpo que tanto he deseado. Me moja de un líquido espeso y lo unto a mi pecho desnudo. La mujer que poseo no experimenta la sensación que me eriza la piel al hacerle el amor. Ella duerme el último sueño sobre un charco rojizo expandido en el suelo.