jueves, agosto 25, 2005

Sigo Esperando



A ti, mi príncipe

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Corría el año 400 a. de C. El ser amazona no es algo tan agradable como se lee en la historia y más si eres la dirigente de un numeroso grupo de guerreras.

Las amazonas no somos lo que dicen, no matamos a nuestros hijos varones, ni los dejamos abandonados a su suerte; no nos quitamos el pecho derecho ni el izquierdo para poder tirar mejor del arco, eso solo son estupideces de un grupo ignorante de hombres, que escriben de nosotras sin conocernos. Somos solitarias porque tenemos una misión especial dada por Artemisa al principio de los tiempos. Ya basta con el preámbulo, os debo estar aburriendo; empecemos con mi nombre “Aeluz”, perteneciente a la quinta dinastía de amazonas griegas, hija de la reina, sucesora al trono por derecho propio.

Volviendo al inicio, en dicho año se corría el rumor de que un nuevo DIOS griego, corrompía a las mujeres y embraveciéndolas contra sus maridos y matando a sus hijos, su nombre BACO, dios del vino y para mi de la perdición.

Estaba con algunas de mis compañeras de caza en el campo, colocando trampas para las bacanales (adoradoras de Baco) que es lo mismo que decir vampiras, debíamos matar a Baco como diera lugar y la única manera era cazar a una bacanal para que nos diese información acerca de él, pero él nos hallo primero; de un momento a otro, nos envolvió el olor de las vides de un campo de uvas cercano, estaba desolado pero el olor nos llamaba; de pronto me aparte de mi grupo, llegue a la casa, la puesta estaba abierta, algo raro para tal región. Entré con cautela, y fue como ingresar a una cueva, pero el ambiente era totalmente excitante; vi a muchas mujeres, bailando enloquecidas, muchos hombres las rodeaban; de un momento a otro lo vi., a uno de los hijos de Caín a Baco, el Dios mas pernicioso de Olimpo, pero el más apuesto, el más intrigante, ni siquiera Hades ni Ares lo superaban, en atractivo y belleza, era el dios mas hermoso, con mucha razón las mujeres se enloquecían.

Su aspecto me enrarecía, su tez, sus ojos, su cabello, su cuerpo medio desnudo, excitaba a hombres y mujeres; me sentía ida de mi cuerpo. Y hasta ese momento había olvidado mi misión, matar al Dios con la sangre de la cierva dorada, en la punta de una flecha de oro. Nadie me reconoció al principio, con mi ropa ligera y la mascara de guerra, me movía sigilosamente para evitar cualquier interferencia de los hombres y las mujeres que estaban con él.

De un momento a otro, todo se hizo una gran confusión, mis compañeras eran encadenadas y obligadas a avanzar hacia Baco.

Habían sido golpeadas y sus mascaras destruidas, no podían verme, no podían o todo se vendría abajo. Vi cuando las tiraron al suelo, quince valientes mujeres amazonas, las mas fuertes, incluso mas que el mismo Aquiles, y todas esas personas observándolas, como eran golpeadas hasta que Baco intervino, él sabia que yo estaba cerca para matarlo, solo que mis amazonas no le dirían donde, preferirían morir antes que traicionarme. Aunque yo hubiese preferido que lo hubiesen hecho, los hombres mas bellos dentro del grupo de Baco se acercaban a ellas, ellas no se movían, estaban hipnotizadas, cada uno las besaban en sus bocas y luego en el cuello, y las desangraban las tiraban al piso y empezaban a morir; esta clase de seres pueden oler el miedo, la angustia y la cólera; fue esa cólera la que los alertó.

Antes de que terminaran con las tres ultimas amazonas, saqué tres flechas del carkac que estaba en mi espalda; tomé la sangre de la cierva dorada y embadurné las flechas, si que me hubiesen visto; me deslicé de tal manera que no me notaran, vi a Baco, le apunté, pero algo muy dentro de mi me decía que no lo hiciera; que al contrario que fuera suya, pero no podía, si no lo mataba todo el mundo que yo conocía desaparecería, agaché la mirada para acertar mejor a mi blanco; de un momento a otro él había desaparecido; lo buscaba y no lo hallaba, de repente escuche sobre mi hombro:

- Aeluz, ¿Por qué luchas contra mi?, Cuando lo que mas quieres es estar conmigo

¡No!, grite desesperada, pero al girar mi cabeza, el estaba frente a mi. Yo tenía las flechas justo en su corazón, me quitó la máscara, me miró a los ojos, tomó las flechas y las botó al suelo, me tomó de los hombros y me besó, fue el beso más bello, pero reaccioné y retrocedí, justo antes que cayera la última amazona.

Corrí hacia ella, la levanté y lloré desconsoladamente, él juro que las reviviría, pero tenia que estar con él; acepte sin bacilar, las condujeron a una recamara en la caverna, que no había visto antes.

Se acercaron a nosotros 15 hombres que asesinaron a mis amazonas, Baco rozo con una daga la mano derecha de cada uno de ellos pero no me dejó ver. Yo debía cumplir con mi parte del trato, una mujer muy bella me acompañó a otra recamara, era como estar en la habitación de un palacio, estaba bellamente decorada. La mujer me desvestía, me bañó y me dio ropa nueva, me veía y me sentía muy extraña, parecía una fantasma, toda de blanco, no parecía ser yo en ese momento, cuando salí, creí que moriría, todas, absolutamente todas mis amazonas estaban cambiadas, sus ojos expresaban oscuridad, sus rostros blancos como la luna, y sus vestimentas, más que amazonas parecían bacantes.

Baco me tomó de la mano, me besó en la mano y luego en los labios, me condujo a otra habitación, tal parecía que estuviera en otro mundo, todo lo allí contenido emanaba pasión, lujuria, de un momento a otro desee poseerlo y que él me poseyera, me dio una indicación para que me sentara en un diván, así lo hice, se fijó en la puerta, y entró un hombre con una bandeja de plata y en esta una copa, la dejó en la mesa y luego se fue. Él se acerco a mi, hablándome al oído, dijo que ya me conocía, que era mi destino estar con él, no dije nada, de un momento a otro estaba totalmente espantada, no sabia lo que decía ni lo que hacia, solo quería estar con él, pero mi deber me decía que debía matarlo. Como si leyera mi pensamiento:

- Matarme, jaaa, nadie puede matar la pasión, la lujuria, la excitación, nadie puede matar lo profano.

Se abalanzó sobre mí, tomó mi cara con las dos manos y me besó, una de sus manos se deslizó por mi espalda, me empujó a él, me entrelazó y siguió besándome, sentía que todo dentro de mí se desvanecía, Baco me tomó en sus brazos me alzó y me dejó en la cama. Tomó la copa, con una daga lastimó su mano, la sangre brotó como un caudal sediento de destrucción. Me tomó delicadamente en sus brazos y me dio a beber, tomé todo sin despreciar una sola gota, tanta era mi sed que me abalance sobre él, quería tomarlo todo, solo para mi, entre el forcejeo, me excite demasiado igual que él, hicimos el amor como nunca lo había hecho, me vestí y salí con él, tomándolo de la mano, cuando me vi totalmente transformada, y vi a mis amazonas, que habían muerto por mi y habían sido transformadas, la ira surgió de mi interior, las flechas estaban justo encima de la mesa donde había apoyado mis manos, tomé una de las flechas la coloqué en mi espalda, me acerqué a mi príncipe, lo besé y luego le enterré la flecha en su corazón, él me soltó, corrí por mi vida, los hombres y las mujeres me perseguían para matarme, pero yo ahora convertida en vampiro igual que las bacanales y todos los hombres que en ese lugar se encontraban; todos me buscaban pero no me podían encontrar, además de vampiro era amazona, la mejor de todas, me escondí en el techo de la cueva, lo vi dentro de un lago de sangre, lo vi muriendo, y lloré amargamente, él me vio llorar, arrancó la flecha y me la lanzó, la esquivé con dificultad, en un abrir y cerrar de ojos estaba frente a mi, no vi su herida, no existía, besé su pecho, el me tomó del mentón y me besó suavemente me dijo al oído

- si te vuelvo a ver… te haré mía completamente, te olvidarás de todo lo que conociste, me amarás como yo lo hago ahora, vete o te mataran por lo que has hecho.

Salí de allí, huí de él, ahora ya han pasado más de 2400 años y aun sigo esperando nuestro encuentro.

sábado, agosto 20, 2005

Manchas


Las manchas empezaron a aparecer hacia la primera mitad del segundo trimestre. Al principio, no le dio ninguna importancia. Él era de los mejores alumnos de la facultad de química y no podía permitirse el lujo de que le saliera ninguna mancha que pudiera estar relacionada con su forma de hacer las cosas o con su forma de trabajar. Josué, el mejor en la temática del análisis químico estructural. También es cierto que dedicaba muchas horas en ese empeño. Jamás había dejado que nadie le usurpara el poder de ser el mejor de todos los químicos que habían matriculados en la facultad. De hecho, la aparición de las manchas había coincidido con un aumento, con una carga mayor de su jornada de trabajo. Si hasta ahora había venido trabajando de ocho de la mañana a ocho de la tarde con una hora para comer y otra para preguntar dudas a su encargado adjunto, ahora trabajaba mucho más. Había veces que llegaba a su casa a las dos o las tres de la madrugada, dispuesto a dormir unas horas y vuelta al trabajo. No es que fuera adicto a trabajar, o al menos eso creía, era que necesitaba controlar su teoría antes de que el otro becado, Andrés Sastre, se la arrebatara. No sabía por qué, ni si quiera cómo, pero ese chico era casi tan bueno como él. No quería pensar, ni por un momento, que pudiera ser mejor. Se negaba. Se negaba eso a sí mismo porque era él, y nadie más, el que tenía el dominio completo de la situación. Pero aquellas manchas…aquellas manchas lo estaban sumiendo en la desesperación más absoluta. No entendía cómo salían, pero estaba demostrado que habían aumentado con la carga de trabajo. Incluso había llegado a preguntar a un amigo de su padre, un experto y afamado dermatólogo, si existían trastornos dérmicos relacionados con los nervios o el estrés.

Su respuesta había sido confusa: era posible, pero tendría que ver la manifestación de ese trastorno. Y él no tenía tiempo de ir a un dermatólogo. ¿Y si Andrés llegaba a una conclusión decente mientras él estaba mirándose las manos y unas manchas que a lo mejor anda tenían que ver con su trabajo de químico? No podía permitirlo.

Continuó con esa carga de trabajo aplastante hasta que, manipulando unas probetas, su adjunto le observó las manos.

- Josué, hijo, ¿Qué te pasa en las manos? –le preguntó.

-Mmmm, nada, parece ser que tengo unas manchitas.

-Pero, ¿las ha visto un médico?

-Bueno, no exactamente, tengo cita para dentro de unos días –mintió.

Y su adjunto había vuelto al trabajo. La vida sigue…y no se va a parar por unas manchas. Pero sí se para por un desmayo. Y eso fue, precisamente lo que le ocurrió a Josué. Tendría que haberlo previsto, pero no era contemplado por su agenda, caerse como se cayó en medio del laboratorio. También era lógico: ese día eran las cinco de la mañana, pero estaba seguro de que casi lo tenía en la palma de la mano. La explicación al problema del que dependía su beca. La proporción isotópica de un tipo determinado de azufre. Ya casi estaba. Pero no tenía paciencia suficiente como para dejar que el cultivo reposara él solo hasta el día siguiente. No podía. Y así había estado. Hasta que su corazón se quebró. Y calló desplomado. Caterina, la empleada que limpiaba el edificio de laboratorios de la universidad, lo encontró desplomado encima de las mesas del laboratorio. La pobre mujer, pequeña, con el pelo tintado de manera presurosa con el poco tiempo del que disponía, que manifestaba que no cobraba lo suficiente como para permitirse ir a la peluquería, sólo podía llorar y decir pobre chico, pobre chico mientras la ambulancia, la policía y cristo que lo fundó determinaban si el cadáver se podía levantar.


Habían pasado siete días desde que Josué falleciera en un intento desesperado de calcular las proporciones isotópicas del azufre. Era una tesis compartida, pero bien sabía Andrés que era imposible trabajar con ese muchacho. A veces llegaba a las siete de la mañana dispuesto a un duro día de trabajo y se encontraba a Cándido allí. Se había dado cuenta, por supuesto, quién no, del aspecto demacrado que presentaba, de cómo su piel era cada vez más blanquecina y de esas manchas. Esas manchas que parecían gritarle desde el fondo de su alma que eran por su culpa. No estaba seguro, pero así era. Sin embargo, antes de morir, Josué había sido generoso con él. El cultivo en el que había trabajado durante la noche había quedado listo y, entre el alboroto de la policía médicos, chachas enfermas y demás personal histérico, había podido llevarlo hasta su lugar de trabajo y, una vez pasada la tormenta, estudiarlo. El muy capullo lo había conseguido. Tenía la respuesta.

Trabajó durante el resto de la semana día y noche concluyendo la tesis que presentó a su adjunto con ojeras y bastante demacrado. Había olvidado lo que era afeitarse y lo que suponía ducharse. Sin embargo, el adjunto quedó encantado, lo felicitó y le observó que el trabajo concluía con una interrogante aún mayor que, de ser resulta, supondría un éxito en química. Así que, aunque él sería el responsable de la investigación y puesto que, tristemente, una plaza quedaba libre, podía ser ocupada por otro alumno que ayudaría a Andrés a continuar el trabajo.

No tardaron en presentarle al nuevo becado. Era menudo, quizá había sufrido bastante a causa de esa pequeñez, porque, a los ojos de Andrés, se veía altivo. Encima, venía de una universidad de mucho prestigio a nivel nacional y era todo un erudito que ayudaría a Andrés muchísimo. Vamos, que no solo era un friega platos, como llamaban allí a los que se dedicaban solamente a mirar lo que hacían los demás. Venía pisando fuerte. Pero Andrés no se lo iba permitir. Le estrechó la mano firmemente, para demostrar fortaleza. Mientras lo hacía, se dio cuenta de que alrededor de su mano estaban saliendo unas pequeñas pecas de color marrón.

lunes, agosto 15, 2005

Recuerdos


Los caballos se alejaron a galope tendido llevando en sus lomos a mis compañeros, pero yo, que me había alejado del grupo, me vi sola y desamparada en aquel cruce de caminos de ese bosque que muy pocos se habían aventurado a entrar. Estaba a pocos kilómetros de la aldea, en las faldas del monte, y subimos mis compañeros de cacerías y yo alrededor de las siete de la noche. Ya empezaba a perder fuerza la luz del sol cuando llegamos al cruce y dejamos a los caballos descansando junto a la pequeña capilla que marcaba las desviaciones de todos los caminos.

Habíamos oído hablar de tantas cosas siniestras y absurdas, que las antiguas leyendas de antaño se acabaron convirtiendo en esas mismas bobadas que hablábamos en cada reunión. Nadie iba armado excepto Luis, puesto que suponíamos que no iba a ser necesario usarlas. Teníamos que esperar hasta las doce de la noche y dar un pequeño rodeo para comprobar que nadie rondaba por el bosque.

Sólo recuerdo que la temperatura había descendido enormemente y que las nubes se habían dispersado, dejando caer un frío que congelaba los huesos. Una fina niebla adornaba los campos, junto a las chozas, y no tardaría en llegar hasta nosotros. Se escuchaban algunas aves nocturnas como lechuzas y algún animalejo que silbaba a ras del suelo. El humus parecía tener vida propia, y cuando mirábamos el suelo, veíamos ramas caídas que albergaban vida por todas partes. Me sentía a gusto en aquel bosque: no había nada que temer de él. Ni lo de los niños perdidos, ni aquello sobre las luces fantasma, tampoco lo que se decía sobre la gente que perdía sus energías hasta morir sin encontrarse causa alguna. Aquel era un lugar donde la naturaleza seguía su curso y nada parecía perturbarla excepto nosotros.

Después de observar el paisaje nocturno, dejamos a nuestros caballos amarrados de nuevo en la capilla y nos abrigamos con unas mantas junto a ellos. Estuvimos durmiendo durante horas, y de hecho los demás lo hacían mientras yo me levantaba para adentrarme en la espesura. Me dolía el vientre y no tardaría mucho en perder algo más que la dignidad si no me daba prisa. Pero en plena faena escuché un relincho seguido de un alboroto. Algo parecía ocurrir mientras yo estaba en aquella situación tan comprometida.

Todo ocurrió muy deprisa: mis compañeros gritaban espantados que venían las luces y parecían no poder controlar a los caballos. Sus gritos eran de puro horror, y por momentos pensé que me intentaban gastar una broma. Pero cambié de opinión cuando los caballos echaron a correr y alguien que me pareció ser Raúl se encomendó a la Virgen María antes de dar un último y lamentable grito. Doy fe de ello que se me cortaron inmediatamente las ganas de asearme y sólo pensé en huir de aquellos dominios. Desde donde estaba me pareció que un ligero resplandor amarillento se filtraba por entre los arbustos y que un murmullo, frío como el hielo, atravesaba el cruce de caminos. En esos momentos llegué a sentir un potente escalofrío que me bloqueó los músculos pero que no me inmovilizó, y me acerqué a los arbustos en aquella fría noche del mes de julio.

Y jamás me perdonaré lo que hice en aquel momento, jamás en mi vida. Porque a cinco metros de mi, en el mismo cruce de caminos, una larga procesión de diminutas velas se abría paso entre la joven niebla que alfombraba el suelo y abrigaba el cuerpo sin vida del caballo de Raúl, que estaba blanco y tieso como una lápida. Los viejos árboles, sabios en la labor de contemplar aquella caminata desde quién sabe cuántos siglos atrás, se abrazaban desde las alturas temerosos también ante aquella procesión oscura. En cuanto los vi me tiré al suelo y cogí con mis manos toda la tierra que eran capaz de contener agachándome todo lo posible y rezando un Padre Nuestro y un Ave María a la vez, entremezclando los versos, pero me daba igual. Los había visto y eso era suficiente como para que se lo llevaran a uno, como seguramente habrían hecho ya con Raúl. Ahora estaba condenada seguramente para toda la eternidad, hasta que la cera de las velas penetrase en sus huesos y devorasen su alma. Por lo que había podido ver en ese breve instante, había decenas de ellos, de dos en dos y en una fila muy larga, vestidos con varias túnicas negras, puestas una encima de otra y sus cabezas tapadas con una capucha que sólo mostraba una pequeña parte de su rostro. Sus cabezas estaban agachadas entre los hombros como soportando un enorme peso, y sus caras eran frías y blancas como huesos: tampoco tenían ojos.

Sólo unos dientes que asomaban como una sonrisa maléfica y apesadumbrada a la vez. En la mano izquierda llevaban unas velas muy largas y de gran grosor que dejaban una pestilencia en el ambiente difícil de soportar. Uno de ellos parecía llevar izada una cruz muy pesada en su mano; más pesada de lo que cualquier mortal podría soportar. Pero más difícil de soportar era la presencia de aquella procesión de muertos. El paso que llevaban era muy lento y la niebla ya había comenzado a elevarse y a tomar más consistencia, de modo que las luces parecían llamas que consumían el aire. Yo temblaba de pies a cabeza y deseaba no haber tenido ese dolor de barriga para haber podido cabalgar con mis amigos, aunque comprendía que también podría haber tenido la misma suerte que Raúl.

Tardaron mucho en irse camino abajo, pero yo no me moví en horas, ni siquiera para aliviar el dolor de espaldas que empezaba a agobiarme. Y sí, vi al final cómo se alejaban los moradores nocturnos poco a poco camino abajo, y eran como una hilera de luciérnagas, hasta que la niebla fue más fuerte que sus grandes velas. Cuando amaneció salí de mi escondite y vi dos cadáveres: uno el del caballo y otro el de un anciano que era todo huesos y piel. ¿Quién puede ser capaz de determinar el tiempo que llevaba con aquellos seres? Bajé a la aldea y avisé de lo que vi. Todos tenían túnicas negras…desde ese día no recuerdo nada.

jueves, agosto 04, 2005

Cuando no aparecen invoco…


Se encuentran en el territorio de lo imperceptible, son amantes perfectos en la inmunidad de la noche. Nadie conoce certeramente el lugar en el que descansan su inmediatez necesaria para con el mundo. Albur cuando la luz del día es tan pertinente que se hacen visibles, Íncubo y Súcubo se deshacen en otredad de la malicie para disfrutar plácidamente de los frutos adquiridos, robados, ultrajados y seducidos. Escogen a sus víctimas con la delicadeza que la muerte utiliza para rondarlos, suele disfrutar el acto de lejos, su respiración se agita en silencio y más de una vez ha estirado sus destructivos dedos, queriendo formar parte de la escena mientras el ser es poseído. La triste verdad: nadie es capaz de satisfacer a dichos demonios excepto por su compañero. Fueron creados, bajo la trampa mortal de no pertenecer ni al bien ni al mal, sino ser esclavos del placer y la lujuria. Cazadores incesantes de sus víctimas, pero el placer real se encuentra cuando como únicos y gemelos se revuelcan dentro del otro, destrozando, muriendo, en el estado de placer agónico más intenso que pueda existir jamás.

Esta noche he hallado a Íncubo cómodo a la espera. No puedo predecir que siempre sea igual, pero hace muchos siglos atrás llegué a un pacto un poco pérfido pero certero - algunos demonios gozamos el privilegio de hacer estas cosas -. Mi condición andrógina pacta también con Súcubo, aunque he de reconocer que en esta vida, la semilla de la feminidad ha dejado marcas evidentes en mi. Yo les doy mi energía de vida, a cambio de un poco de epicureismo real. El acto dura apenas unos segundo, conmigo ya no tienen que rearmar su trampa una y otra vez, de acceder al deseo a través del sueño, para cuando empiezan a sudar del placer, el demonio se haga materia y cada una de sus caricias y penetraciones - o contracciones vaginales en el caso de Súcubo -, representan el hilillo aniquilante del sucumbir energía. Conozco sus exigencias, más no sus enigmas, aun así soy prisionera de ellos. Íncubo es un buen estratega, me llega despacio y adjudica la muerte que necesariamente mi pudor requiere, dándole a mi clítoris el instante sublime de orgasmo más intrínseco al que puedo llegar, por el contrario de Súcubo que me exige la transformación pertinente de femenino a masculino, para obtener de mi semen el magna imperioso que exhorta. Y si me duermo antes de su visita se convierten en mi peor pesadilla, porque olvidan el trato y lo hacen de su vulgar, despiadada manera. Torturan, utilizando la crueldad, erotismo en medio de las venas, volcando mi capacidad de percepción en mi enemigo natural, transmutándome en una más de sus mal nacidas víctimas estridentes.

Oscuridad he estado alerta, sería impúdico negarme la placidez de disfrutarlo, y verlos despacio ante la abnegación que le representa cumplir con aquello que se deslindó bruscamente.

Cuando no aparecen invoco…

Mi sexo hambriento te reclama
como ha reclamado decenas de veces tactos perfectos
lenguas enredadas
pero esta noche sólo tengo mis manos,
unos dedos que sin pudor se deslizan encontrando vertiginosamente
la humedad que te piensa
el juego suave y conciso, después de tanto tiempo sin tenerte
he aprendido cómo satisfacerme con tan solo un recuerdo
No eres un rostro o un sentimiento
todo lo he desechado
ahora eres simplemente el calor que emanabas al tenerme
y yo me estremezco al pensarte
demonio que toma y reclama mi sexo .