lunes, agosto 15, 2005

Recuerdos


Los caballos se alejaron a galope tendido llevando en sus lomos a mis compañeros, pero yo, que me había alejado del grupo, me vi sola y desamparada en aquel cruce de caminos de ese bosque que muy pocos se habían aventurado a entrar. Estaba a pocos kilómetros de la aldea, en las faldas del monte, y subimos mis compañeros de cacerías y yo alrededor de las siete de la noche. Ya empezaba a perder fuerza la luz del sol cuando llegamos al cruce y dejamos a los caballos descansando junto a la pequeña capilla que marcaba las desviaciones de todos los caminos.

Habíamos oído hablar de tantas cosas siniestras y absurdas, que las antiguas leyendas de antaño se acabaron convirtiendo en esas mismas bobadas que hablábamos en cada reunión. Nadie iba armado excepto Luis, puesto que suponíamos que no iba a ser necesario usarlas. Teníamos que esperar hasta las doce de la noche y dar un pequeño rodeo para comprobar que nadie rondaba por el bosque.

Sólo recuerdo que la temperatura había descendido enormemente y que las nubes se habían dispersado, dejando caer un frío que congelaba los huesos. Una fina niebla adornaba los campos, junto a las chozas, y no tardaría en llegar hasta nosotros. Se escuchaban algunas aves nocturnas como lechuzas y algún animalejo que silbaba a ras del suelo. El humus parecía tener vida propia, y cuando mirábamos el suelo, veíamos ramas caídas que albergaban vida por todas partes. Me sentía a gusto en aquel bosque: no había nada que temer de él. Ni lo de los niños perdidos, ni aquello sobre las luces fantasma, tampoco lo que se decía sobre la gente que perdía sus energías hasta morir sin encontrarse causa alguna. Aquel era un lugar donde la naturaleza seguía su curso y nada parecía perturbarla excepto nosotros.

Después de observar el paisaje nocturno, dejamos a nuestros caballos amarrados de nuevo en la capilla y nos abrigamos con unas mantas junto a ellos. Estuvimos durmiendo durante horas, y de hecho los demás lo hacían mientras yo me levantaba para adentrarme en la espesura. Me dolía el vientre y no tardaría mucho en perder algo más que la dignidad si no me daba prisa. Pero en plena faena escuché un relincho seguido de un alboroto. Algo parecía ocurrir mientras yo estaba en aquella situación tan comprometida.

Todo ocurrió muy deprisa: mis compañeros gritaban espantados que venían las luces y parecían no poder controlar a los caballos. Sus gritos eran de puro horror, y por momentos pensé que me intentaban gastar una broma. Pero cambié de opinión cuando los caballos echaron a correr y alguien que me pareció ser Raúl se encomendó a la Virgen María antes de dar un último y lamentable grito. Doy fe de ello que se me cortaron inmediatamente las ganas de asearme y sólo pensé en huir de aquellos dominios. Desde donde estaba me pareció que un ligero resplandor amarillento se filtraba por entre los arbustos y que un murmullo, frío como el hielo, atravesaba el cruce de caminos. En esos momentos llegué a sentir un potente escalofrío que me bloqueó los músculos pero que no me inmovilizó, y me acerqué a los arbustos en aquella fría noche del mes de julio.

Y jamás me perdonaré lo que hice en aquel momento, jamás en mi vida. Porque a cinco metros de mi, en el mismo cruce de caminos, una larga procesión de diminutas velas se abría paso entre la joven niebla que alfombraba el suelo y abrigaba el cuerpo sin vida del caballo de Raúl, que estaba blanco y tieso como una lápida. Los viejos árboles, sabios en la labor de contemplar aquella caminata desde quién sabe cuántos siglos atrás, se abrazaban desde las alturas temerosos también ante aquella procesión oscura. En cuanto los vi me tiré al suelo y cogí con mis manos toda la tierra que eran capaz de contener agachándome todo lo posible y rezando un Padre Nuestro y un Ave María a la vez, entremezclando los versos, pero me daba igual. Los había visto y eso era suficiente como para que se lo llevaran a uno, como seguramente habrían hecho ya con Raúl. Ahora estaba condenada seguramente para toda la eternidad, hasta que la cera de las velas penetrase en sus huesos y devorasen su alma. Por lo que había podido ver en ese breve instante, había decenas de ellos, de dos en dos y en una fila muy larga, vestidos con varias túnicas negras, puestas una encima de otra y sus cabezas tapadas con una capucha que sólo mostraba una pequeña parte de su rostro. Sus cabezas estaban agachadas entre los hombros como soportando un enorme peso, y sus caras eran frías y blancas como huesos: tampoco tenían ojos.

Sólo unos dientes que asomaban como una sonrisa maléfica y apesadumbrada a la vez. En la mano izquierda llevaban unas velas muy largas y de gran grosor que dejaban una pestilencia en el ambiente difícil de soportar. Uno de ellos parecía llevar izada una cruz muy pesada en su mano; más pesada de lo que cualquier mortal podría soportar. Pero más difícil de soportar era la presencia de aquella procesión de muertos. El paso que llevaban era muy lento y la niebla ya había comenzado a elevarse y a tomar más consistencia, de modo que las luces parecían llamas que consumían el aire. Yo temblaba de pies a cabeza y deseaba no haber tenido ese dolor de barriga para haber podido cabalgar con mis amigos, aunque comprendía que también podría haber tenido la misma suerte que Raúl.

Tardaron mucho en irse camino abajo, pero yo no me moví en horas, ni siquiera para aliviar el dolor de espaldas que empezaba a agobiarme. Y sí, vi al final cómo se alejaban los moradores nocturnos poco a poco camino abajo, y eran como una hilera de luciérnagas, hasta que la niebla fue más fuerte que sus grandes velas. Cuando amaneció salí de mi escondite y vi dos cadáveres: uno el del caballo y otro el de un anciano que era todo huesos y piel. ¿Quién puede ser capaz de determinar el tiempo que llevaba con aquellos seres? Bajé a la aldea y avisé de lo que vi. Todos tenían túnicas negras…desde ese día no recuerdo nada.

No hay comentarios.: