viernes, enero 14, 2011

Así empezó todo (I Parte)



Vaya manera de volver a escribir

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Desde hace un par de días decidí que debía contar mi historia, así que le escribí a alguien de confianza.

Me llamo Juan Manuel Arias Mendoza, tengo 28 años, vivo en México, D.F y a simple vista soy un tipo normal, como cualquier otro que se sienta a leer el periódico en una cafetería, o que va de compras al supermercado, inclusive podría estar de pie a tu lado sin que te dieras cuenta. Eso me ha ayudado a permanecer en el anonimato y seguiré en él, puesto que mis gustos no me hacen perder el control. Cosa que no sucede con otros de mi especie.

Tuve una infancia genial, con amigos, juguetes, paseos, risas, historias fabulosas, mascotas, cuentos infantiles. Todo lo que quería lo tenía en mis manos. Un día se me ocurrió la idea de jugar con insectos y animalitos pequeños, así que busqué saltamontes y lagartijas. Busqué una jeringa. El primero fue un saltamontes verde, lo sujeté entre mis dedos y decidí inyectarle agua; lo hice tan rápido que mi “paciente” salió disparado unos metros más allá. Las siguientes veces fui más cuidadoso, les administraba el agua poco a poco para ver como se iban hinchando sus cuerpos. Al principio tenía gracia porque llegaban a un punto en el pensé que iban a estallar, pero eso no sucedió. Sin embargo, y cuando tenía suerte, el agua, ya ensangrentada, podía salir por los ojos, por el ano, a veces por nariz y la boca. Esa afición no me duró mucho tiempo, pues sentía que necesitaba ver más. Así que la dejé.

De los insectos pasé a ratones, pero mordían tanto mis manos que en vez de inyectarles agua, los fijaba a un cartón con un poco de pegamento y los ponía al sol. Busqué una lupa y con mucha paciencia los iba quemando poco a poco. Me divertía ver como sus cuerpos se retorcían y, aunque apestaban terriblemente a carne quemada, conseguí deleitarme con aquella escena. Meses después fui con un “amigo” a un campo a buscar más ratones, quería compartir mi juego. Subimos por entre las rocas, pero Miguel se tropezó, rodó varios metros y terminó sobre un montón de espinas.

Me quedé paralizado, sus piernas estaban rotas, inclusive se veían algunos huesos. No sé cuánto tiempo pasó, pero mi amigo despertó, no podía moverse; y cuando intentaba hablar le brotaba sangre por la boca. Fui hacia él y le dije que buscaría ayuda. Se durmió y mientras lo hacía toqué sus heridas; estaban calientes y si prestaba suficiente atención podía ver como latían sus músculos. Empezaba a oscurecer, así que me fui a mi casa. Esa noche no pude dormir, el teléfono no sonó y tuve el temor que hubiesen encontrado a mi amigo.

Cuando salió el sol fui al campo, ahí estaba Miguel, inerte ante mi presencia, había algo de sangre a su alrededor, el resto se la había tragado la tierra. Le eché un poco de agua en la cara para que despertase, pero no se movió. Su cuerpo olía mal, tenía la boca abierta. Había algunas hormigas encima de él y cuando aparecieron unas moscas comprendí que le pasaría lo mismo que a los ratones, se hincharía y su peste sería insoportable. Ese día dejé de buscar roedores. Nunca supe si encontraron a mi amigo.

Como si fuese una película, repetía en mi cabeza una y otra vez el momento desde que Miguel tropezaba hasta que caía en aquellas espinas. A veces imaginaba que era yo y apuntaba en un cuaderno imaginario cada detalle, cada movimiento y cada sonido de ese recuerdo.

Tenía quince años cuando asesiné a mi vecinita Carlota. No fue algo planeado, pero es que la niña de dos años era necia, llorona, insufrible y malcriada. No paraba de llamarme y de molestarme. Una tarde vino corriendo hacia mí y me mordió en la pierna. Su madre no le prestaba tención, puesto que ya se había convertido en un “gracioso” hábito.

Mientras la niña se reía sin parar por lo que me había hecho, miré hacia ella con una frialdad y un odio tal que Carlota quedó paralizada y empezó a temblar. Acerqué mi rostro a su oído y le susurré con mucha ternura: “vas a morir”. No creo que me haya entendido, pero salió llorando hacia su madre. Luego me dirigí a la cocina, tomé un vaso de agua fría. Estaba tranquilo, inclusive me sentí contento. Fue el paso decisivo que le daría sentido a mi vida.

Esa noche me colé por la ventana de su cuarto. Estaba dormida, su respiración era calmada, los hoyuelos de su nariz se movían delicadamente. Irónicamente cuando me acerqué, sonrió. No hice ruido, la tomé en brazos con mucho cuidado. Olía a flores y su ropa era blanca. La llevé a una calle oscura, a pocas manzanas de donde vivía y la dejé dentro de un barril con agua helada. No lloró, no se movió mucho. Creo que pasaron unos pocos minutos cuando sentí que el frío me llegaba a las rodillas. Cerré el barril y regresé a mi casa a dormir.

Aunque no pude deleitar mi vista, sentí emoción y felicidad.