viernes, abril 21, 2006

Historia de un lexicógrafo



No debería decirlo, pero acaso sirva para que se comprenda un poco mejor lo que voy a contar: soy lexicógrafo, aficionado a los libros y apasionado de las letras (de las letras, no tanto de la literatura). Me gusta seguirle la pista a una palabra a través de otras mil, a las cuales sigo por la huella con verdadera aplicación hasta que pierdo el rumbo. Tengo la puntual manía del absoluto, que suele dejar a los hombres en la penumbra polvosa de la indefinición.

De mis antepasados --duques, condes, gente del común-- heredé la costumbre infinita de contar hasta el último los pelos de cada gato que encuentro en el umbral de una casa. Me he esforzado en sacar algún provecho de ese entusiasmo vicioso y egoísta y he logrado transformar la fascinación de rnis ancestros en un oficio filantrópico: la lexicografía. Sin embargo, he alterado la neutralidad del orden antiguo: ninguno de mis mayores conoció siquiera el significado de la palabra destino; yo, en cambio, he aprendido a leerlo hasta en las más pequeñas nimiedades y ahora me ocupa el corazón y el pensamiento con su impertinencia inacabable.

Los teólogos, eruditos, maestros, carniceros, barrenderos y demás personas de hoy en día están de acuerdo en una cosa: ya no hay oráculos. A mí --un bicho raro por la profesión y las inclinaciones que en mí repite una familia muy antigua-- me hace todavía más extraño el opinar lo contrario. He dicho que la tonante voz del cosmos aún puede escucharse entre las calles de las grandes ciudades y que los oráculos no han callado, que el infinito tiene la lengua desatada y que ahora habla más y mejor que antaño. Esto me ha granjeado la extrañeza de mis semejantes, cuando no la incomprensión o la franca desconfianza.

Diré brevemente cómo ha sido. Hace unos años tuve una novia de mejillas encendidas y muy hermosa. Fue la primera cuyo codiciado cuello aprendí a respetar, aun soportando los rigores que me imponía la dieta casta y fiel de las gallinas. Pero tanto corazón leal y acomedido fue insuficiente: ella no supo comprender mi paciente labor de abstinencia ni contener la urgencia de su primer reproche. La inercia, con su avidez de eternidad, hizo el resto, insaciablemente. Por no responder a la sangre con sangre, me fui volviendo hacia el silencio y la oscuridad.

Al fondo de esa íntima humildad de bruma encontré a mi novia, abstracta y pura, menos provocadora en los intencionados chisporroteos de la carne pero más llena de calor y de vida. Mi seguridad y la de mi novia exterior estaban allí, en el fondo de mi exangüe corazón. Pero hacia afuera, en el poblado mundo de los mortales, yo era sólo timidez y miedo. Así que comencé a detestar esa figura hecha de fingimiento y me detesté en el aire, en el mundo donde escuché decir a mi novia: "¿Qué ha sucedido contigo? Antes eras un hombre muy seguro de sí mismo..."

Yo manejo para olvidar. Como el alcohol y las drogas me son funestos --y aun podría ser que mortales--, he aprendido a desentenderme de cualesquiera ofensas sumergiéndome en esa actividad ambigua --mezcla de concentración y acto mecánico-- que es conducir un automóvil. Me dirán que esto es "escapismo" y que poca honra se puede obtener de ello. De acuerdo. Pero he visto a las gallinas sufrir menos frente a la muerte si han aceptado beber antes un poco de cogñac. Con los pavos navideños ocurre lo mismo: su escapismo tiene mejor sazón que la dureza abnegada de los realistas. Reconozco que este argumento culinario en favor de una actitud moral conviene más a quien come que a quien es comido --por eso lo doy yo, y no la gallina--, pero cualquier hombre sensato aceptará que no conviene por igual a los escapistas y a los realistas.

La tarde en que mi novia pronunció su cruel acusación de inseguridad, yo conducía el automóvil en que viajábamos, así que pude hundir la cabeza y hacerme el desentendido.

Fijé la mirada en la placa del automóvil de adelante. Era del estado de Puebla --o tal vez de Oaxaca-- y tenía las siguientes letras: TMM (te-eme-eme). De pronto escuché mi voz, fuera de mí, diciendo: "Témeme. Témeme, amor." No sé si ella escuchó la advertencia, pero al llegar a mi casa y cerrar la puerta detrás de mí todavía me zumbaban los oídos. Y me le eché encima. Recuerdo que gemía, gritaba, lloraba, agitaba el delicioso cuello. Se desmayó.

Pero, ¿deveras le ocurrió a ella algo como lo que describo? No, todo aquello me sucedía a mí, era en mi cuerpo donde se saciaba el furor, en mi cuerpo y no en el de ella: nada se alteró en el mundo natural. Debo agregar que no la amé para fundirla a mi familia y que no bebió de mi sangre ni recibió de mí "el bautizo del vampiro". Mi pasión no tuvo el apego ritual que hubiera podido iniciarla en mi vida y en mis costumbres. La inició, en cambio, en algo mucho más vasto y secreto, en una indiferencia que yo desconozco y en la cual no puedo iniciarme porque me rechaza.

Cuando hube saciado la ancestral avidez de mis mayores, me aparté de ella besando sus labios fríos. Subí al automóvil y anduve por la ciudad sin rumbo fijo. Pero el negro entusiasmo de la carne no se había apaciguado y alcancé a escuchar mi voz, nuevamente fuera de mí: "Está bien, amada mía, sea como tú quieres: conoce el mundo que me está vedado; toma de mí lo que yo no puedo recibir de ti.

Está bien, amada mía: sécate." Y la recordé, helada, sobre la cama, mientras leía una nueva placa: CKT. Detuve el automóvil mientras duraba el eco bárbaro de la palabra terrible. Alcé los ojos al cielo y pregunté: "Dioses de la Hélade, ¿es esto el destino?" Y desfilaron ante mis ojos TCO (Teseo), CLN (Selene) y la osada EKT (Hécate).

"¿Es posible? ¿Es posible?" Me hundí en la rala espesura de un parque para no aturdirme y permanecí alejado de las voces durante unas horas. Muy entrada la noche salí de mi escondrijo dispuesto a enfrentarme al vocerío. Cien mil pequeños demonios se unieron en un escándalo confuso. Alcancé a comprender, sin embargo, que --entre mensajes perdidos, acusaciones, insultos y consejos impertinentes-- se burlaban de mí a sus anchas: VGC (véjese), CPK (se peca), EKT TMA ATO (Hécate te mea, ateo), CKT DCO (sécate deseo), AJT (ajótate), CLN FAY (Selene e' fea y griega). Leyendo el último cero de una placa como la letra "o" se podía entender: OBDC (obedece)... Tanto escándalo, sin embargo, no me fue inútil. Ejercité y perfeccioné mi lectura hasta comprender que las primeras letras que el oráculo me había destinado (TMM) no tenían la simpleza que yo suponía y que no sólo podían leerse "témeme" sino --¡oh dioses del hado!-- Te-emes: "temes".

Hacia el amanecer pude invocar a mi novia muerta. Como quería evitar que otras voces se mezclaran a nuestra intimidad, elegí una calle solitaria y triste para aguardar su respuesta. Las fuerzas se me esfumaban con la espesura de la noche y me asaltaron unas ligeras náuseas cuando comenzaba a clarear. Un automóvil se detuvo junto a mí y el conductor me pidió fuego para encender un cigarrillo. Se lo di atropelladamente, esperando ver la placa milagrosa: un extraño mensaje, compuesto por una rara combinación de letras y, en medio, la aborrecida cruz en que me han crucificado mis amores: TXE (te quise). El mismo conductor pudo ver, al alejarse, cómo me desvanecía. Me recogió y me llevó a casa. Desde entonces no salgo. Me he dedicado a una recóndita lexicografía y he vuelto a la piadosa dieta de las gallinas. Desde entonces lo leo todo, aunque con temor, con temblor.

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