miércoles, mayo 10, 2006

Sueños de una Pesadilla



La pazguatería fabulosa y preternatural que absorbí con fruición durante los últimos años de mi infancia y los primeros de mi adolescencia, tanto por vía libresca como por incidencia directa de los rayos catódicos sobre mis pupilas, y me niego a citar títulos que sin duda estarán en la mente de todos, dejó algunos estigmas de naturaleza fóbica en mi talante impresionable y asustadizo.

Escribo estas notas con la esperanza de que sirvan para algo más que para dar solaz a aquellos que disfrutan con el horror ajeno. Me gustaría que este relato fuera tomado como un sincero mensaje de advertencia, que haciendo un ejercicio de concreción sería algo así: tengan cuidado con las cosas a las que temen pues puede hacerse realidad.

Dadas estas consignas, aventurémonos en los horripilantes detalles de este relato que trato de narrarles mientras aún me quede un soplo de aliento y no se agote la batería de mi portátil:

Un terror que me ha acompañado siempre y que si bien lograba vencerlo por temporadas, en otras renacía con vigoroso encono en el afán de turbarme, es el del ascensor que en lugar de detenerse en la planta baja, tal y como lo solicitase en el momento de manifestarse la pesadilla, continuase descendiendo por tiempo indefinido, llevándome hasta los abismos de la locura.

Me llevaba esta neurosis en su momento álgido a contar los pisos por los que iba descendiendo en el armatoste de hierro, y cuando llegaba al cero, un instante antes de su parada, se me agarrotaban todos los músculos del cuerpo y se me crispaba la expresión facial de manera admirable, pues en este estúpido gesto parecían sintonizarse los músculos, nervios y tendones de mi cuerpo con los engranajes de la maquinaria, y de alguna manera, no sé cual iba a ser, querían contribuir al frenado de la cabina metálica. ¡Con qué alivio salía de allí!, ¡qué fresca me parecía la brisa de la mañana!, ¡cómo disfrutaba del rugido del tráfico!

Con frecuencia olvidaba la existencia en el inmueble dos sótanos que tenían las funciones de estacionamiento y a las que se accedía a través de una llave especial, de la cual carezco. Digo esto para que puedan imaginarse mi rostro y el erizamiento de mi piel cuando el ascensor seguía descendiendo más allá de la planta baja, pues algún vecino se me anticipaba desde los subsuelos en la llamada del artilugio elevador. ¡Qué alivio cuando entraba la del quinto con la bolsa del supermercado, envuelta en una aureola de perfume!, ¡qué bella era su sonrisa, otrora bruja y hostil!

Pero un día, quizás haya ocurrido tan solo hace unos minutos, no sé, el tiempo es una dimensión con la cual tengo la impresión de haber roto cualquier tipo de relación, un día, digo, al entrar en la cabina vi, insertada en el cuadro de mandos, una llave de color plata, como lo son la mayoría, una llave, por tanto, normal y corriente.

Como estaba atravesando por una etapa de aletargamiento de mis aprensiones, en concreto la del ascensor infernal, giré la dicha llave por ver de descender hasta la planta del estacionamiento que se correspondía con la clavija en la que estaba insertada, a ver si estaba a tiempo de encontrar al propietario de la misma y devolvérsela, y también con objetivo de superar de una vez por todas mis ridículos miedos.

Pues resultó que llegada la cabina a la primera planta subterránea no se detuvo, ni tampoco en la segunda, por más que se crisparon los músculos faciales y por más que aporreé con todo mi ser los portones metálicos, a través de cuyos pequeños espacios ovalados continuaba manando con intermitencia la luz de los espacios entre piso y piso, ¿cuáles espacios?, ¿qué luz era aquella?, por más que gritara, que pulsara el timbre para detenerlo, aquello seguía bajando, ¿a dónde?

Víctima de un arrebato de histeria y estupor caí desmayado, y, comoquiera que fuese, al recobrar el conocimiento comprobé que el ascensor seguía hundiéndose en las entrañas de la tierra, pues así lo delataba una suave sensación de caída y un leve temblequear, ya que, por otra parte, había cesado de anunciarse el intermitente fulgor de los espacios luminosos y ahora, a través de las rendijas se podía vislumbrar la más absoluta oscuridad.

Como ustedes comprenderán, volví de inmediato al histerismo…. más desesperado, y se fueron sucediendo etapas de desmayo y de crisis alternativamente, hasta que, intuyo que pasado mucho tiempo, no sé si por agotamiento, o por colapso del sistema nervioso, o por algún oculto mecanismo de defensa de la mente humana, recobré mi presencia de ánimo habitual y traté de hallar una respuesta lógica, lo cual fue del todo imposible.

Dado esto, y ante la perspectiva de lo absurdo de mi situación, comencé a reírme como jamás lo había hecho en la vida; pero noté una nueva vicisitud: me resultaba imposible escuchar mis carcajadas, ni oír el estruendo al golpear las láminas de metal del ascensor, en definitiva, era incapaz de registrar sonido alguno, lo cual no hizo sino acrecentar mi ataque de hilaridad, sobre todo al observarme en el espejo de la pared, que devolvía mi figura de cintura para arriba, agitándose compulsiva y silenciosamente, como en una pantomima de la mejor escena cómica de Buster Keaton, ¡casi vomito de la risa!

No he indicado aún que mi reloj se había detenido, y pasaba el día y la noche, o lo que yo creía que eran días y noches, calculando el tiempo que podía haber pasado desde que me metí en el maldito ascensor, y así seguía sin distinguir las horas del día.

Me miraba en el espejo y lo que veía me producía más terror aún, pues si bien el reflejo era perfectamente fiel a mi imagen, había algo en él que resultaba diabólico, sin saber con certeza qué cosa era, tal vez un brillo malicioso en la mirada, un rictus en los extremos de la boca con cierto empaque satánico, no sé..., así que por fin decidí destruir el maldito espejo. Lo golpeé con los puños hasta sangrar, después destrocé el maletín contra él, incluso la emprendí a cabezazos; pero la superficie lisa que devolvía una imagen satánica de mí mismo continuaba imperturbable, por lo que en un acceso de locura fui a golpear con todas mis fuerzas con mi maletín contra el fluorescente, consiguiendo así quedarme totalmente a oscuras.

Supongo que aún me cabía la esperanza, de encontrarme en un sueño, y de que en cualquier momento despertaría, bañado por el sudor frío que provocan las pesadillas. Por ello saqué mi portátil, también del maletín, cuya luz me ha acompañado hasta ahora.

La batería de la computadora está a punto de acabarse y mis ojos se tornan pesados, no tengo la certeza de si voy a despertar o voy a caer en un sueño que va a repetir una y otra vez… de lo que sí estoy seguro es que no he despertado de mi pesadilla….

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