jueves, enero 20, 2005

Ojos Rojos



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Hay días donde no es bueno tomar tanto alcohol

Danielys H
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Abro los ojos y descubrí que la oscuridad nublaba mi vista. Me encontraba tumbado en el suelo, la cara pegada al frío y húmedo asfalto. El vomito aun en las comisuras de los labios, resquemaba como el alcohol sobre una herida abierta... Alcohol. Recordar esa palabra me hizo volver a sentir nauseas tras la histórica borrachera de la que intentaba recuperarme.

Al tantear a ver si me podía levantar del suelo de aquel oscuro callejón puse las manos sobre el asfalto, y bajando la mirada vi la sangre que les cubría. ¿Sangre? No recordaba ninguna pelea. De hecho no recordaba nada. Pensé en mi último recuerdo... Vacío, solo vacío. ¿Quién era? ¿Qué hacía en aquel lugar? Estaba en el cuerpo de un hombre joven muy delgado, casi descarnado, borracho, drogado hasta los extremos peligrosos y con las manos llenas de sangre, tirado en un apestoso pasillo lleno de basura, en una ciudad de la que no recordaba nada y en la noche más oscura que haya visto en su vida.

Tras vagar durante más de cuatro horas por entre rincones llenos de gente gritando en un idioma desconocido para mí, después de ver niños matando a pedradas a viejos vagabundos, mujeres prostituyéndose en cada rincón que podía ver, hombres apaleando a adolescentes, jóvenes acosándose, peleando, haciendo salvajadas... Decidí que no tenía ni remota idea del lugar donde me encontraba, de quién era, y mucho menos de lo que hacía en aquel escabroso lugar; pero tenía que salir de allí lo más rápido posible.

Algo me decía que alguien me buscaba, y que si me encontraba sería mi fin. Me adentré en la peor parte del suburbio, donde cada dos pasos uno se encontraba una hoguera callejera rodeada de hombres enormes y malolientes que reían a mandíbula abierta y bebían de botellas dentro de bolsas de plástico. Me paré en medio de aquel terrible barullo y miré a mi alrededor sin prever lo que me esperaba.

Se acercaron a mi cuatro muchachos vestidos de negro, insultándome, mirando mis manos cubiertas aún de sangre,, uno me señaló. Fue cuando supuse que lo que realmente ocurría era que me reconocían como asesino de alguien. No lo era. Sí. Ya daba igual, pues sabía que iba a morir.

Me arrastraron por la acera entre los cuatro, mi cuerpo casi insensible al dolor por el constante efecto de la cantidad de drogas, los sentidos embotados al máximo, sólo era una marioneta desmadejada, con aquel cuerpo tan débil y demacrado, y ellos tan fuertes, y tan resueltos a llevar a cabo su macabra obra sobre mí. Solo veía ya las luces de las hogueras en los barriles, y risas, muchas risas, risas crueles y despreciables. Gritos, insultos seguramente, voces rudas, voces vaciadas de sentimiento humano, solo odio.

Los jóvenes me metieron a patadas en un antro oscuro, en un sótano, me ataron con unas cadenas de bicicleta a unos ganchos riéndose de nuevo. Cerré los ojos durante unos minutos, esperando oir de nuevo sus injurias, solo vocablos incomprensibles acusándome de sabe Dios cuantas mentiras... o puede que no lo fuesen. Pero oía nada. Solamente un silencio sepulcral. Abrí los ojos con miedo, para ver oscuridad. Oscuridad. Querían torturarme antes de matarme a golpes. O tal vez quisieran abandonarme allí abajo, en aquel repugnante sótano para dejarme morir de sed, de hambre y espanto.

Entonces vi cientos de ojillos rojos de ratas, saliendo a borbotones de unos enormes agujeros en la enmohecida pared. Eran enormes, y lo más grave, eran miles. Se agolpaban a mis pies y ya empezaban a subir por mis piernas para devorar mi carne a atormentantes mordiscos que tendría que soportar durante horas antes de lograr morirme. Cerré los ojos y quedé atrapado en mis pensamientos llenos de ojos rojos.

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